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14 May CARMINA BURANA: UN PLACER PROFANO E INFINITO
En esta ocasión, los programadores decidieron apostar sobre seguro, decantándose por un espectáculo que lleva ciento cincuenta representaciones tras una década de éxito ininterrumpido. Se trata, por supuesto, del ‘efecto Enrique Iglesias’: no más chascos. Las secuelas de aquellos ‘daños colaterales’ aconsejan que es mejor ofrecer algo contrastado.
En principio y aparentemente, el ‘Cármina Burana’ de La Fura dels Baus se trata un espectáculo para minorías -con o sin acento, el asunto de la tilde habría dado para más de un chascarrillo del estilo de aquella leyenda urbana sobre Esperanza Aguirre y Sara Mago-, pero concebido de tal forma que deslumbra al neófito y, además, ofrece una segunda lectura que satisface a un público más ávido de referencias y guiños culturales, artísticos e intertextuales. Por supuesto que La Fura ya no es tan furiosa como hace tres décadas, cuando lanzaban al público carne cruda y transmitían más emoción que texto. Pero su especialización en espectáculos masivos se ha ido concretando en una suerte de apostolado del clasicismo, con sucesivos montajes que reinterpretan los grandes hitos de la escena universal, en la clave contemporánea del arte total: música, interpretación, danza, artes visuales, tecnología y hasta elementos industriales. En ese sentido, el montaje de Potes no iba a defraudar a nadie.
Sin mención alguna a la cerril oposición episcopal, que viene a dar la razón a los goliardos con ocho siglos de retraso, el gran acierto del director Carlus Padrissa a la hora de afrontar el reto del ‘Cármina’ ha radicado en recuperar el carácter escénico de la pieza, que habitualmente es interpretada como un simple concierto, con lo que su verdadera esencia queda parcialmente desfigurada. Resulta muy meritoria, por tanto, la adaptación musical, en la que todo el protagonismo es para las voces, que retumbaban con ecos milenarios, y una percusión que marca los tiempos como las antiguas campanas lo hacían con las vidas del medievo. Sobre el original de Carl Orff se producen varias enmiendas, como sustituir a los dos tenores por un contratenor y un barítono, y la primera parte, la celebración de la primavera, se ha adaptado al oído contemporáneo.
También se apreciarían reminiscencias de Claude Debussy y hasta de Leonard Bernstein en los arreglos de la parte final. A pesar de que el espectáculo parecía constreñido en exceso por un escenario demasiado reducido, la puesta en escena resultó de lo más eficaz, oscilando entre la austeridad que evoca el medievo y la explosión sonora, multicolor y sensorial que reclama la emblemática obra de Orff. Falló, eso sí, la puntualidad, y el refuerzo sensorial, por desgracia, tampoco resultó: «Aquí huele a cuchu», decían dos lugareñas al entrar a la carpa. La lavanda, el incienso o lo que tuvieran preparado no llegaron a percibirse. Aunque poco importaron los veinticinco minutos de retraso cuando el coro -segregado por sexo, curiosamente- arrancó por vez primera con ‘O Fortuna’. Mucho antes de que la emoción se desbordase, la primera sensación resultaría inmejorable: un sonido envolvente e inesperadamente limpio -no olvidemos que el auditorio era una simple carpa desmontable-, que permitía captar a la perfección todos los matices vocales. Un lujo de ‘alta fidelidad’, aunque fuera a costar de sacrificar el protagonismo de la World Orchestra Ensamble, que rayó a un nivel muy alto toda la noche, con mención especial para la cuerda y la flauta.
Sobre las tablas, siete bailarinas y una enorme tulipa cilíndrica, que hacía las veces de pantalla de proyección, de caja de luz y de matriz generadora: sobre ella se veían las imágenes, pero también en su interior se producía buena parte de la magia. A partir de los puntos clave que obsesionaban a Orff, como el juego rítmico, los motivos sencillos y la atemporalidad, La Fura construiría una soberbia propuesta plagada de guiños y reminiscencias artísticas, desde Botticelli a Medusa, de San Gregorio al Cabaret Voltaire. Con guiños al burlesque o incluso al pop -en la ‘versión’ del instrumental ‘Tanz’, especialmente-, los aplausos entre piezas se volvieron sonoras ovaciones en momentos especialmente afortunados, como ‘Chramer’ o un arrollador ‘In taberna quando sumus’, donde los ecos dadaístas fueron especialmente notorios.
La dificultad para entender el libreto radica en la ausencia de una trama convencional, aunque nunca faltan los estudiosos que apunta hacia el relato de una conquista amorosa, con desfloración incluida, o la imaginación popular, que sostiene que la obra incluye un orgasmo en directo. Tal vez por esa leyenda urbana, que quiere ver mucho más allá cuando la soprano suspendida en el aire cae en éxtasis, se haya generado buena parte del ‘mal rollo’ eclesiástico.
En cualquier caso, la propuesta convenció sobremanera al público jubilar, cuya cerrada ovación propició un inesperado bis, un ‘O Fortuna’ que, a la tercera, sonó todavía más redondo. Una sensacional banda sonora para cerrar una noche intensa, con el deleite de todo viaje por ese túnel del tiempo llamado desfiladero de la Hermida, camino al paraíso lebaniego. Una celebración de la vida y de la naturaleza que sirvió de perfecto colofón a este año santificado.
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